Desde aquel momento, Brian y Charlie se vieron obligados a vivir con su tía Elisabeth. Era una mujer encantadora que les acogió con todo su cariño durante muchos años. Juntos aprendieron a olvidar el pasado, afrontar el presente y a rememorar los buenos momentos de la familia. A Brian le gustaba juguetear con sus tirabuzones rubios y ella le solía complacer cogiéndole en brazos para acercarle la melena a sus manos. A veces les asustaba cuando aparecía de repente en el comedor ante la chimenea y los hermanos Jackes se miraban sorprendidos y sonreían al ver que era ella. La tía Beth les animaba contándoles historias fantásticas de sirenas, duendes y hechiceros, y siempre que Charlie saltaba a mencionar qué pasaba con «los malos», ella sonreía modestamente y les contestaba que los malos habían desaparecido hacía mucho tiempo, así que sus historias siempre adoptaban el mismo final feliz.
A medida que se fueron haciendo mayores, los Jackes reconocían todos los rasgos de su madre Claudia en el rostro de la tía Beth. El incidente que habían sufrido aquella noche en el bosque de Knowsville raramente salía a la luz en las conversaciones familiares, se convirtió en una especie de tabú que trataba de enterrarlo todo en el olvido, aunque la tía Beth siempre estaba allí para prestar sus oídos si a alguno de sus dos sobrinos le afligía la pena de aquella desgracia.
Con el tiempo, Brian acabó notando que la actitud de su tía era diferente a la del tabernero de la esquina, a la de la vendedora del pan y a la de la vecina que siempre conversaba con ella en el jardín. Desgraciadamente, cuando alcanzó la edad propicia para reflexionar sobre esa extrañeza, la tía Beth falleció. Habían transcurrido más de quince años desde que les acogiera entre sus brazos y la recordaron con ternura durante los siguientes meses. El pueblo de Knowsville les pareció mucho más sombrío y solitario que nunca; las noches se hacían más largas y oscuras, y los días parecían más grises sin ella. Tardaron un tiempo en recuperarse y salir adelante solos, porque ya no quedaba nadie de la familia en quien poder apoyarse.
El día que Charlie llegó animado a casa con la noticia de que habían heredado otro hogar en el que poder vivir, lejos de ese pueblo lleno de recuerdos aciagos, los hermanos Jackes no lo dudaron ni un segundo. Recogieron apresuradamente sus cosas, prepararon maletas y se mudaron a Oddbury.
Allí reiniciaron sus vidas y allí comienza esta historia, aunque sus orígenes se remonten atrás; mucho más atrás.
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La Onice
Oddbury era un lugar peculiar y poco corriente en el extremo sur de Inglaterra. Y aunque esa peculiaridad se encontraría más adelante en algunos de sus habitantes, no había más que observar las hermosas casas acompañadas siempre por un pequeño jardín de flores, el cielo rosado del amanecer que salpicaba de luz y color cada uno de sus tejados y la sierra montañosa que bordeaba el pueblo para abrirse por el oeste al océano Atlántico, para comprender que uno había alcanzado uno de los lugares más bonitos de las tierras británicas.
Brian Jackes se había convertido en un joven de veintidós años, marcado por la fuerza, el espíritu independiente y la madurez que se desarrolla cuando uno pierde la protección paternal y se aventura sin elección a superar las adversidades de la vida. Lo había hecho siempre bajo la tutela de Charlie, quien, en su calidad de hermano mayor, había tratado de ofrecerle los conocimientos y destrezas que no había podido adquirir durante su convivencia con la tía Elisabeth. Esa dosis extra de responsabilidad que había llevado a cuestas había marcado el posterior carácter de Charlie y en cualquier circunstancia de controversia el muchacho aplicaba las reglas de la precaución y la lógica para salir adelante.
En cambio, no era esa la clase de comportamiento que podía esperarse de Brian. El hermano pequeño se caracterizaba por el impulso de sus acciones, su actitud valentona por ofrecer siempre el primer paso sin atender meticulosamente a las consecuencias y las enérgicas ganas que volcaba en todo aquello que emprendía.
Las mismas diferencias que se daban en sus respectivas personalidades, podían adivinarse más fácilmente en los rasgos físicos de ambos jóvenes, situados entre el atractivo de la juventud y la madurez de quien se acerca a la treintena. Charlie era bastante alto, tenía la planta de un ejecutivo cuando se enfundaba una buena americana y también la de un atleta cuando más raramente vestía de sport. La claridad de sus ojos azules te impedía apartar la mirada de él cuando le hablabas y el cabello oscuro, envidiosamente liso, le permitía estilar un look más largo que corto, pero siempre peinado de forma impecable.
Brian había heredado unas cualidades bastante diferentes. De hecho, en las ocasiones que habían tratado de buscarse algún parecido, no habían llegado a ningún acuerdo. Sus ojos eran de un verde intenso bastante peculiar, con los matices de quien sobrepasa el amarillo y se queda a las puertas del azul. Uno de esos colores vivos y alegres que es más fácil encontrar en la abundante vegetación de la selva que en la mirada de un ser humano. Brian no alcanzaba una estatura llamativa, pero era lo suficientemente alto para considerarse afortunado. Siempre le gustaba llevar una barba muy corta y bien recortada, y su cabello castaño era un manojo de pelos más bien alborotados que solo sabían lucir cuando no los sometías al dominio de un peine y se dejaban llevar con la libertad del viento.
Era temprano. Los años habían transcurrido rápidamente tras las fugaces muertes de la familia Jackes. La luz comenzaba a entrar por la ventana del dormitorio de Brian y, al instante, una voz le obligó a despertarse:
—Vamos Brian, llegamos tarde a la Onice. —Charlie se acababa de levantar y se estaba poniendo una chaqueta que le hacía juego con su elegante camisa—. ¡Siempre llegamos tarde a todas partes!
—¡Si son las siete! —rezongó Brian tumbado en la cama. Detestaba los madrugones.
—Deja de quejarte y muévete, este empleo no lo vamos a perder —seguía diciendo su hermano.
Brian observó todo el desorden que continuaba intacto desde el día anterior en la habitación y volvió a cerrar los ojos para evitar recordarlo. Charlie le ordenó que se levantara por segunda vez y Brian accedió perezosamente. La nítida luz que entraba por la ventana descubría los distintos papeles que se apelotonaban en el suelo; una serie de documentos y fotocopias que habían sido imprescindibles para entrar en aquella organización de la que todos hablaban en Inglaterra con elogios —la Onice— y que en aquel preciso momento, empezaba a desvelarse para Brian como un completo tormento.
Salieron corriendo de casa tras un corto desayuno. Brian conseguía desquiciar a Charlie cuando tenía prisa y si llegaban tarde a un sitio acaparaba él toda la culpa. Montaron en su Ford Taurus de color negro y se dirigieron hacia Main Street. Un gran edificio de estructura moderna, en cuyos ventanales se reflejaban los primeros rayos de sol, se alzaba imponente apuntando al cielo despejado que se cernía sobre él. En lo alto, el nombre de la empresa relucía como sus propios ventanales. Onice: Organización Nacional de Investigaciones Criminales Especializadas. Sin lugar a duda, era el proyecto arquitectónico más llamativo de Oddbury.
[…] Joseph Mercier […]