Todo ocurrió durante la madrugada de un viernes de noviembre. El cielo era un manto negro y la hora demasiado avanzada para dos niños como los hermanos Jackes. Pero no habían regresado a casa. Continuaban solos en un bosque de Knowsville, bajo el estruendo de la inminente tormenta. Habían iniciado un bonito paseo con sus padres, hasta que algo les perturbó tanto que decidieron abandonarles en aquel punto del bosque y les obligaron a esperar allí. Cerca de una hora después, Brian lloraba a pleno pulmón y su hermano, apenas cinco años mayor que él, trataba de consolarle en vano. Los primeros relámpagos les obligaron a escapar de allí, atemorizados, temblando de pies a cabeza.
Pero la sorpresa llegó más tarde. Cuando el humo apareció, cuando les envolvieron las sombras negras. No muy lejos de donde habían permanecido, el bosque ardía con la fuerza del viento, los árboles se derrumbaban a su paso y un asfixiante humo denso inundaba cada hectárea de bosque. El temor acrecentó en Charlie, que en esos momentos era la única mente consciente de lo que estaba ocurriendo. El humo les estaba alcanzando, el fuego devoraba las copas más altas de los árboles y, antes de que cayeran inevitablemente en la inconsciencia, la última imagen que pudieron vislumbrar fue una titánica sombra alzándose hacia la inmensidad del cielo, como si acaso los ángeles hubiesen descendido a por ellos.
En efecto, aquel fue el último día que vieron a sus padres. La rápida intervención de los bomberos mantuvo con vida a los hermanos Jackes y cuando ambos regresaron a la realidad, su tía Elisabeth se abalanzaba sobre ellos entre un puñado de médicos y policías cuyos rostros ni Brian ni Charlie conocían. Una buena parte del bosque donde habían permanecido aquella noche había quedado reducida a un lecho de brasas; los árboles se habían venido abajo, se habían arrancado de cuajo sobre sus raíces; la tierra se había hundido formando surcos sinuosos y la hierba había quedado reducida a rastrojos. Como si un terrible tornado o una inmensa apisonadora hubiese atravesado el corazón del bosque y en su arremolinado trayecto se hubiese llevado por delante a sus padres.
Solo años después, los hermanos Jackes tendrían conocimiento de la verdad: sus padres habían muerto súbitamente en aquel extraño suceso. Para ser exactos, habían desaparecido; pero las señales con las que había amanecido el bosque el día siguiente a la tragedia apuntaban a que nadie podría haber salido con vida de allí. Solamente aquel afortunado que estuviera bien lejos del repentino incendio podría haberse salvado. Y ese fue el caso de los hermanos Jackes.
Con el tiempo, cuando la policía desestimó la posibilidad de continuar investigando el accidente, y cuando el sentido común arrastró a la gente a pensar que el incendio podría haber sido un acto vandálico y negligente, los hermanos Jackes empezarían a tener la incertidumbre para siempre de si realmente sus padres los abandonaron en el bosque o si, en verdad, algo o alguien les impidió volver a por ellos aquella noche.
[…] Joseph Mercier […]