El Nuevo Mundo

M

e paro a pensar qué le diría a David Livingstone si levantara cabeza y me preguntara por el mundo y temo la respuesta. Nadie negaría que vivimos acobardados entre las tragedias. Miremos donde miremos. Los atentados, guerras, asesinatos, hurtos y una larga lista de etcéteras azotan las ciudades sin piedad: insólito día es aquel en el que uno enchufa la televisión y mientras despacha una apetitosa comida en la mesa no oye hablar de un muerto, de cinco víctimas, de diez heridos o cien rehenes. Pero vaya, nos hemos acostumbrado a no sufrir una indigestión.

Donde la mano humana permanece inactiva, entran en acción los desastres naturales. De manera que no nos queda lugar ni tiempo para sentirnos protegidos. El cambio climático nos amenaza con trastornar nuestras bien aprendidas cuatro estaciones, de hecho, el otoño se retrasa cada año. Las lluvias arruinan las fiestas de verano y el calor, si sigue el camino de los años precedentes se prolongará hasta noviembre. Es evidente que ya no podemos seguir hablando de verano ni de invierno.

Por añadidura, vivimos inmersos en una imparable crisis económica que coloca a los trabajadores entre la espada y la pared, no hay más que ver cómo la sociedad se hunde en sus propias entrañas. Aquí en España las cosas son todavía peores, con casi seis millones de parados. Sube el IVA, la luz y los gastos; sube todo menos los salarios. Se nacionalizan en el extranjero empresas españolas, se destruyen los servicios públicos mediante la privatización; la deuda pública toda prácticamente en manos de China, las farmacias desabastecidas, las costumbres americanizadas, la violencia generalizada en los medios, la corrupción incrustada en la política… Y todo ello vivido a la velocidad inaudita de un mundo globalizado, en el que se homogeniza la cultura, se estratifican las sociedades y se amplían las distancias entre países ricos y países pobres. Dicen que no hay mal que por bien no venga, pero llegados a este punto empiezo a cuestionármelo. El fracaso que ha sufrido el sistema es de tal profundidad que la economía, la política y la cultura se ofrecen continuamente al debate.

Pero aun así, todavía encontramos a algún sabio optimista, capaz de revalidar lo impensable y capaz de rechazar lo evidente. No es que me considere tenazmente pesimista, pero por mucho que desgrane mi esperanza por el futuro, toda ella me aparece matizada de acíbar. Ya no importa pensar si hay vida después de la muerte. En su lugar, creo que deberíamos empezar a cuestionarnos si hay vida (digna, por supuesto) después de la crisis. Crisis en su sentido más amplio. Porque aquí, ahora que presumimos de los avances de la globalización, o ganamos todos o todos perdemos. Hoy observo en derredor y me encuentro con niños de siete años que llevan un móvil en la mano, los pantalones medio caídos y el pelo un palmo hacia arriba. Algo que antes era impensable. Será que ahora todos vivimos con miedo, se nos caen los pantalones, se nos erizan los cabellos y necesitamos comunicarnos a todas horas, incluso para decirle a mamá ya he llegado, ya he comido, ya he ido al lavabo.

Me pongo a pensar y claro, normal que la NASA empeñe sus esfuerzos en la galaxia y halle nuevos planetas como el reciente Gliese. En un mundo como éste, ¿quién no desearía nuevas experiencias en el exterior?

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